martes, 12 de octubre de 2010

Misterios de Anahuac


V. Maestro  Samael  Aun Weor

Para bien de la Gran Causa no está demás empezar este tratado, transcribiendo algo maravilloso.

Quiero referirme en forma enfática a cierto relato consignado por Fray Diego Durán en su notabilísima obra titulada: “Historia de México” (Véase el Texto de don Mario Roso de Luna: “El Libro que Mata a la Muerte”. Páginas de la 126 a la 134).

Como quiera que no me gusta adornarme con plumas ajenas, pondremos cada párrafo entre comillas:

“Cuenta dicha Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme, de Fray Diego Durán ―hermoso libro escrito a raíz de la colonización española de tan vasto imperio― que viéndose el emperador Moctezuma en la plenitud de sus riquezas y gloria, se creyó poco menos que un Dios. Los magos o sacerdotes del reino, mucho más sabios que él y más ricos, puesto que dominaban todos sus deseos inferiores, hubieron de decirle:”

“¡Oh, nuestro rey y señor! No te envanezcas por nada de cuanto obedece a tus órdenes. Tus antepasados, los emperadores que tú crees muertos, te superan allá en su mundo tanto como la luz del Sol supera a la de cualquier luciérnaga...”

“Entonces el emperador Moctezuma, con más curiosidad aún que orgullo, determinó enviar una lucida embajada cargada de presentes a la Tierra de sus mayores, o sea, a la bendita Mansión del Amanecer, más allá de las siete cuevas de Pacaritambo, de donde era fama que procedía el pueblo azteca y de las que tan laudatoria mención hacen sus viejas tradiciones. La dificultad, empero, estaba en lograr los medios y el verdadero camino para llegar felizmente a tan oscura y misteriosa región, camino que en verdad no parecía conocer ya nadie”

“Entonces, el Emperador hizo comparecer a su ministro Tlacaélel ante su presencia, diciéndole:”

“― Has de saber, ¡Oh Tlacaélel!, que he determinado juntar una hueste compuesta por mis más heroicos caudillos, y enviarlos muy bien aderezados y apercibidos con gran parte de las riquezas que el Gran Huitzilopochtli se ha servido depararnos para su gloria, y hacer que las vayan a poner reverentemente a sus augustos pies. Como también tenemos fidedignas noticias de que la madre misma de nuestro Dios aún vive, podría serle grato también el saber de aquestas nuestras grandezas y esplendores ganados por sus descendientes con sus brazos y con sus cabezas.”

“Tlacaélel respondió:” 

“― Poderoso Señor, al hablar como has hablado, no se ha movido, no, tu real pecho por mundanos negocios, ni por propias determinaciones de tu tan augusto corazón, sino porque alguna deidad excelsa así te mueve a emprender aventura tan inaudita como la que pretendes.

Pero no debes ignorar, Señor, que lo que con tanta decisión has determinado no es cosa de mera fuerza, ni de destreza o valentía, ni de aparato alguno de guerra, ni de astuta política, sino cosas de brujas y de encantadores, capaces de descubrirnos previamente con sus artes el camino que conducirnos pueda a semejantes lugares.

Porque has de saber, ¡oh poderoso Príncipe!, que según cuentan nuestras viejas historias, semejante camino está cortado desde luengos años ha, y su parte de este lado ciega ya con grandes jarales y breñales poblados de monstruos invencibles, médanos y lagunas sin fondo y espesísimos carrizales y cañaverales donde perderá la vida cualquiera que semejante empresa intente temerario.

Busca, pues, Señor, como remedio único contra tamaños imposibles a esa gente sabia que te digo, que ellos, por sus artes mágicas, podrán quizás salvar todos esos imposibles humanos e ir hasta allá trayéndote luego las nuevas que nos son precisas acerca de semejante región, región de la que se dice por muy cierto que cuando nuestros abuelos y padres la habitaron antes de venir en larga peregrinación hasta las lagunas de México, en las que vieron el prodigio del tunal o zarza ardiendo, era una prodigiosísima y amena Mansión donde disfrutaban de la paz y del descanso, donde todo era feliz más que en el más hermoso de los ensueños, y donde vivían siglos y siglos sin tornarse viejos ni saber lo que eran enfermedades, fatigas ni dolores, ni tener, en fin, ninguna de esas esclavizadoras necesidades físicas que aquí padecemos, pero después que de tal Paraíso salieron nuestros mayores para venir aquí, todo se les volvió espinas y abrojos; las hierbas les pinchaban, las piedras les herían y los árboles del camino se les tornaron duros, espinosos e infecundos, conjurándose todo contra ellos para que no pudieran retornar allá y así cumpliesen su misión en este nuestro mundo.”

“Moctezuma, oyendo el buen consejo del sabio Tlacaélel, se acordó del historiador real Cuauhcóatl ―literalmente, el 'Dragón de la Sabiduría, constante nombre de los Adeptos de la 'mano derecha' o magos blancos―, venerable Viejo que nadie sabia contar sus años, e inmediatamente se hizo llevar hasta su retiro en la montaña, diciéndole, después de haberle saludado reverentemente:”

― Padre mío, Anciano nobilísimo y gloria de tu pueblo, mucho quiero saber de ti, si te dignas decírmelo, qué memoria guardas tú en tu ancianidad santa acerca de la historia de las Siete Cuevas celestes donde habitan nuestros venerables antepasados, y qué lugar es aquel santo lugar donde mora nuestro Dios Huitzilopochtli, y del cual vinieron hasta aquí nuestros padres”

“― Poderoso Moctezuma ―respondió solemnemente el anciano― lo que este, tu servidor, sabe respecto de tu pregunta, es que nuestros mayores, en efecto, moraron en aquel feliz e indescriptible lugar que llamaron Aztlán, sinónimo de pureza o blancura.

Allí se conserva todavía un gran cerro en medio del agua al que llaman Culhuacán, que quiere decir 'cerro tortuoso o de las serpientes'. En dicho cerro es donde están las cuevas y donde, antes de aquí venir, habitaron nuestros mayores dilatados años. Allí, bajo los nombres de medjins y aztecas, tuvieron grandísimo descanso.

Allí disfrutaban de gran cantidad de patos de todo género, garzas, cuervos marinos, gallaretas, gallinas de agua y muchas y diferentes clases de hermosos pescados, gran frescura de arboledas cuajadas de frutos y adornadas de pajarillos de cabezas coloradas y amarillas, fuentes cercadas de sauces, sabinas y enormes alisos.

Andaban aquellas gentes en canoas y hacían camellones en los que sembraban maíz, chile, tomates, nahutlis, frijoles y demás géneros de semillas de las que aquí comemos, y que ellos trajeron de allí, perdiéndose otras muchas. Mas, después que salieron de allí a esta tierra firme y perdieron de vista a tan deleitoso lugar, todo, todo, se volvió contra ellos. Las hierbas les mordían, las piedras les cortaban, los campos estaban llenos de abrojos y hallaron grandes jarales y espinos que no podían pasar, ni asentarse y descansar en ellos.


Todo lo hallaron, además, cuajado de víboras, culebras y demás bichos ponzoñosos, de tigres y leones y otros animales feroces que les disputaban el suelo y les hacían imposible la vida. Eso es cuanto dejaron dicho nuestros antepasados y esto es lo que puedo decirte con cargo a nuestras historias, ¡Oh, poderoso Señor!”

“El Rey respondióle al anciano que tal era la verdad, por cuanto Tlacaélel daba aquella misma relación. Así, pues, mandó al punto que fuesen por todas las provincias del Imperio a buscar y llamar a cuantos encantadores y hechiceros pudiesen hallar. Fueron, pues, traídos ante Moctezuma hasta cantidad de sesenta hombres, toda gente anciana, conocedora del arte mágico, y una vez reunidos los sesenta, el Emperador les dijo:”

“― Padres y ancianos, yo he determinado conocer hacia dónde está el lugar del que salieron los mexicanos de antaño, y saber puntualmente qué tierra es aquélla, quién la habita y si es viva aún la madre de nuestro Dios Huitzilopochtli. Por tanto, apercibíos para ir hasta allá con la mejor forma que os sea dable y retornar brevemente acá.”

“Mandó además sacar gran cantidad de mantas de todo género, vestiduras lujosas, oro y muy valiosas joyas. Mucho cacao, algodón, teonacaztli, rosas de vainillas negras y plumas de mucha hermosura, lo más precioso, en fin, de su tesoro, y se lo entregó a aquellos hechiceros, dándoles, también, a ellos su paga y mucha comida para el camino, para que con el mayor cuidado cumpliesen con su cometido.”

“Partieron, pues, los hechiceros, y llegados a un cerro que se dice Coatepec, que está en Tula, hicieron sus invocaciones y círculos mágicos embijándose con aquellos ungüentos que todavía se usan en tales operaciones. ..”

“Una vez en aquel lugar, invocaron al demonio ―a sus respectivos Daimones familiares, al Lucifer particular de cada cual, querrá decir― y le suplicaron que les mostrase el verdadero lugar donde sus antepasados vivieron. El demonio, forzado por aquellos conjuros, les transformó, a unos en aves, a otros en bestias feroces, leones, tigres, adives y gatos espantosos, y los llevó a ellos y a todo cuanto ellos conducían al lugar habitado por los antepasados.”

“Llegados así a una laguna grande, en medio de la cual estaba el cerro de Culhuacan, y puestos ya en la orilla, volvieron a tomar la forma de hombres que antes tenían, y cuenta la historia, que viendo ellos a alguna gente que pescaba en la otra orilla, los llamaron. La gente de tierra llegóse en canoas, preguntándoles de dónde eran y a qué venían. Ellos entonces respondieron:”

 
“― Nosotros, Señores, somos súbditos del gran Emperador Moctezuma, de México, y venimos mandados por éste para buscar el lugar donde habitaron nuestros antepasados.”

“Entonces los de tierra preguntaron a qué Dios adoraban, y los viajeros contestaron:”

“― Adoramos al gran Huitzilopochtli, y, tanto Moctezuma como su consejero Tlacaélel, nos ordenan buscar a la madre de Huitzilopochtli, pues para ella y para toda su familia traemos ricos presentes.”

“El anciano les dijo:”

“― Que sean ellos bienvenidos y traédmelos acá.”

“Al punto volvieron con sus canoas, y metiendo a los viajeros en ellas, los pasaron al cerro de Culhuacán, el cual cerro dicen que es de una arena muy menuda, que los pies de los viajeros se hundían en ella sin poder casi avanzar, llegando así a duras penas hasta la casita que el viejo tenía al pie del cerro. Estos saludaron al anciano con grandísima reverencia y le dijeron:

“― Venerable Maestro, hénos aquí a tus siervos en el lugar donde es obedecida tu palabra y reverenciado tu hábito protector.”

“El viejo, con gran amor, les replicó:”

“― Bienvenidos seáis hijos míos. ¿Quién es el que os envió acá? ¿Quién es Moctezuma y quién Tlacaélel Cuauhcóatl? Nunca aquí fueron oídos tales nombres, pues los señores de esta tierra se llaman Tezacátetl, Acactli, Ocelopán, Ahatl, Xochimitl, Auxeotl, Tenoch y Victon, y éstos son siete varones, caudillos de gentes innumerables. A más de ellos, hay cuatro maravillosos ayos, o tutores del gran Huitzilopochtli, dos de ellos que se llaman Cuauhtloquetzqui y Axolona.”

“Los viajeros asombrados dijeron:”

“― Señor, todos esos nombres nos suenan a nosotros como seres muy antiguos, de los que apenas si nos queda memoria en nuestros ritos sagrados, porque hace ya luengos años que todos ellos han sido olvidados o muertos.”

“El viejo, espantado de cuanto oía, exclamó:”

“― ¡Oh. Señor de todo lo creado! ¿Pues quién los mató si aquí están vivos? Porque en este lugar no se muere nadie, sino que viven siempre. ¿Quiénes son, pues, los que viven ahora?

“Los enviados respondieron confusos:”

“― No viven, Señor, sino sus bisnietos y tataranietos, muy ancianos ya todos ellos. Uno de éstos es el gran Sacerdote de Huitzilopochtli llamado Cuauhcóatl.”

“El viejo, no menos sorprendido que ellos, clamó con magna voz:”

“― ¿Es posible que aún no haya vuelto ya aquí ese hombre, cuando desde que de aquí salió para ir entre vosotros le está esperando inconsolable, y día tras día, su santa madre?

“Con esto el viejo dio la orden de partida para el Palacio Real del cerro. Los emisarios, cargados con los presentes que habían traído, trataron de seguirle, pero les era imposible casi el dar un solo paso; antes bien, se hundían más y más en la arena como si pisasen en un cenegal. Como el buen anciano les viese en tal apuro y pesadumbre, viendo que no podían caminar mientras que él lo hacía con tal presteza que casi parecía no tocar el suelo, les preguntó amoroso:

“― ¿Qué tenéis, ¡oh mexicanos!, que tan torpes y pesados os hace? Para así estar, ¿qué coméis en vuestra tierra?”

“― Señor ―le respondieron los citados―, allí comemos cuantas viandas podemos de los animales que allí se crían y bebemos pulque.”

“A lo que el viejo respondió lleno de compasión:”

“― Esas comidas y bebidas, al par que vuestras ardientes pasiones, son las que así os tienen, hijos, tan torpes y pesados. Ellas son las que no os permiten llegar a ver el lugar donde viven nuestros antepasados y os acarrean una muerte prematura, en fin. Sabed además que todas esas riquezas que ahí traéis para nada nos sirven acá, donde sólo nos rodean la pobreza y la llaneza.”

“Y diciendo esto, el anciano cogió con gran poder las cargas de todos y las subió por la pendiente del cerro como si fuesen una pluma...”

El Capítulo XXVII de la citada Obra del Padre Durán ―comentada por Don Mario Roso de Luna, aquí parafraseado―, se extiende luego ―dice Don Mario― en un relato acerca del encuentro de los embajadores con la madre de Huitzilopochtli, del que entresacamos lo siguiente:

“Una vez arriba les salió una mujer, ya de gran edad, tan sucia y negra que parecía como cosa del infierno, y llorando amargamente les dijo a los mexicanos:”

“― Bienvenidos seáis, hijos míos, porque habéis de saber que después que se fue vuestro Dios y mi hijo Huitzilopochtli de este lugar, estoy en llanto y tristeza esperando su vuelta, y desde aquél día no me he lavado la cara, ni peinado, ni mudado de ropa, y este luto y tristeza me durarán hasta que vuelva.”

“Viendo los mensajeros una mujer tan absolutamente descuidada, llenos de temor dijeron:”

“― El que acá nos envía es tu siervo, el Rey Moctezuma y su coadyutor Tlacaélel Cuauhcóatl, y sabe que él no es el primer rey nuestro sino el quinto. Dichos cuatro reyes, sus antecesores, pasaron mucha hambre y pobreza y fueron tributarios de otras provincias, pero ahora ya está la ciudad próspera y libre, y se han abierto caminos por tierra y por mar, y es cabeza de todas las demás, y se han descubierto minas de oro, plata y piedras preciosas, de todo lo cual os traemos presentes.”

“Ella les respondió ya aplacado su llanto:

“― Yo os agradezco todas vuestras noticias, pero os pregunto si viven los viejos ayos (sacerdotes) que llevó de aquí mi hijo.”

“― Muertos son, señora, y nosotros no los conocimos ni queda de ellos otra cosa que su sombra y casi borrada memoria.”


“Ella, entonces, tornando a su llanto, preguntóles: “

“― ¿Quién fue quien los mató, puesto que acá todos sus compañeros son vivos? Y luego añadió: ¿Qué es esto que traéis de comer? Ello os tiene entorpecidos y apegados a la tierra, y ello es la causa de que no hayáis podido subir hasta acá.”

“Y dándoles embajada para su hijo, terminó diciéndoles a los visitantes:”

“― Noticiad a mi hijo que ya es cumplido el tiempo de su peregrinación, puesto que ha apacentado a su gente y sujetado todo a su servicio, y por el mismo orden gentes extrañas os lo han de quitar todo, y él ha de volver a éste, nuestro regazo, una vez que ha cumplido allá abajo su misión.”

“Y dándoles una manta y un braguero símbolo de castidad para su hijo, los despidió.”

“Pero no bien comenzaron los emisarios a descender por el cerro, volvió a llamarlos la anciana, diciéndoles:”

“― Esperad, que vais a ver cómo en esta tierra nunca envejecen los hombres. ¿Veis a éste mi viejo ayo? Pues en cuanto descienda adonde estáis, veréis que mozo llega.”

“El viejo, en efecto, comenzó a descender, y mientras más bajaba más mozo se iba volviendo, y no bien volvió a subir tornó a ser tan viejo como antes, diciéndoles:”

“― Habéis de saber, hijos míos, que este cerro tiene la virtud de tornarnos de la edad que queremos, según subamos por él o de él bajemos. Vosotros no podéis comprender esto porque estáis embrutecidos y estragados con las comidas y bebidas y con el lujo y riquezas.”

“Y para que no se fuesen sin recompensa de lo que habían traído, les hizo traer todo género de aves marinas que en aquella laguna se crían, todo género de pescados, legumbres y rosas, mantas de henequén y bragueros, una para Moctezuma y otra para Tlacaélel.”

“Los emisarios, embijándose como a la ida, volviéronse los mismos fieros animales que antes para poder atravesar el país intermedio, regresaron al cerro de Coatepec, y tornando allí a su figura racional, caminaron hacia la Corte no sin advertir que de entre ellos faltaban veinte por lo menos, porque el demonio, sin duda, los diezmó en pago por su trabajo, por haber andado más de trescientas leguas en ocho días, y aún más brevemente los hubiera podido aportar como aquél otro a quien trajo en tres días desde Guatemala, por el deseo que tenía cierta dama vieja de ver la cara hermosa del mismo, según se relató en el primer auto de fe que en México celebró la Santa Inquisición..”

“Maravillado quedó Moctezuma de todo aquello, y llamando a Tlacaélel, entre ambos ponderaron la fertilidad de aquella santa tierra de sus mayores; la frescura de sus arboledas, la abundancia sin igual de todo, pues que todas las sementeras se daban a la vez, y mientras unas se sazonaban, otras estaban en leche, otras en cierne y otras nacían, por lo que jamás podía conocerse allí la miseria. Al recuerdo ese de semejante tierra de felicidad, Rey y ministro comenzaron a llorar amargamente, sintiendo la nostalgia de ella y el ansia sin límites de algún día volver a habitarla, una vez cumplida aquí abajo su humana misión.”

Hasta aquí la deliciosa referencia de Fray Diego Duran, transcrita por Don Mario Roso de Luna, el insigne escritor teosófico.

Tomado del extraordinario libro del Venerable Maestro  Samael Aun Weor: "La doctrina secereta de Anahuac