V. Maestro Samael Aun Weor
Para bien de la Gran Causa no está demás
empezar este tratado, transcribiendo algo maravilloso.
Quiero referirme en forma enfática a cierto
relato consignado por Fray Diego Durán en su notabilísima obra titulada:
“Historia de México” (Véase el Texto de don Mario Roso de Luna: “El Libro que
Mata a la Muerte”. Páginas de la 126 a la 134).
Como quiera que no me gusta adornarme con
plumas ajenas, pondremos cada párrafo entre comillas:
“Cuenta dicha Historia de las Indias de Nueva
España e Islas de Tierra Firme, de Fray Diego Durán ―hermoso libro escrito a
raíz de la colonización española de tan vasto imperio― que viéndose el
emperador Moctezuma en la plenitud de sus riquezas y gloria, se creyó poco
menos que un Dios. Los magos o sacerdotes del reino, mucho más sabios que él y
más ricos, puesto que dominaban todos sus deseos inferiores, hubieron de
decirle:”
“¡Oh, nuestro rey y señor! No te envanezcas
por nada de cuanto obedece a tus órdenes. Tus antepasados, los emperadores que
tú crees muertos, te superan allá en su mundo tanto como la luz del Sol supera
a la de cualquier luciérnaga...”
“Entonces el emperador Moctezuma, con más
curiosidad aún que orgullo, determinó enviar una lucida embajada cargada de
presentes a la Tierra de sus mayores, o sea, a la bendita Mansión del Amanecer,
más allá de las siete cuevas de Pacaritambo, de donde era fama que procedía el
pueblo azteca y de las que tan laudatoria mención hacen sus viejas tradiciones.
La dificultad, empero, estaba en lograr los medios y el verdadero camino para
llegar felizmente a tan oscura y misteriosa región, camino que en verdad no
parecía conocer ya nadie”
“Entonces, el Emperador hizo comparecer a su
ministro Tlacaélel ante su presencia, diciéndole:”
“― Has de saber, ¡Oh Tlacaélel!, que he
determinado juntar una hueste compuesta por mis más heroicos caudillos, y
enviarlos muy bien aderezados y apercibidos con gran parte de las riquezas que
el Gran Huitzilopochtli se ha servido depararnos para su gloria, y hacer que
las vayan a poner reverentemente a sus augustos pies. Como también tenemos
fidedignas noticias de que la madre misma de nuestro Dios aún vive, podría
serle grato también el saber de aquestas nuestras grandezas y esplendores
ganados por sus descendientes con sus brazos y con sus cabezas.”
“Tlacaélel respondió:”
“― Poderoso Señor, al hablar como has hablado,
no se ha movido, no, tu real pecho por mundanos negocios, ni por propias
determinaciones de tu tan augusto corazón, sino porque alguna deidad excelsa
así te mueve a emprender aventura tan inaudita como la que pretendes.
Pero no debes ignorar, Señor, que lo que con
tanta decisión has determinado no es cosa de mera fuerza, ni de destreza o
valentía, ni de aparato alguno de guerra, ni de astuta política, sino cosas de
brujas y de encantadores, capaces de descubrirnos previamente con sus artes el
camino que conducirnos pueda a semejantes lugares.
Porque has de saber, ¡oh poderoso Príncipe!,
que según cuentan nuestras viejas historias, semejante camino está cortado
desde luengos años ha, y su parte de este lado ciega ya con grandes jarales y
breñales poblados de monstruos invencibles, médanos y lagunas sin fondo y
espesísimos carrizales y cañaverales donde perderá la vida cualquiera que
semejante empresa intente temerario.
Busca, pues, Señor, como remedio único contra
tamaños imposibles a esa gente sabia que te digo, que ellos, por sus artes
mágicas, podrán quizás salvar todos esos imposibles humanos e ir hasta allá
trayéndote luego las nuevas que nos son precisas acerca de semejante región,
región de la que se dice por muy cierto que cuando nuestros abuelos y padres la
habitaron antes de venir en larga peregrinación hasta las lagunas de México, en
las que vieron el prodigio del tunal o zarza ardiendo, era una prodigiosísima y
amena Mansión donde disfrutaban de la paz y del descanso, donde todo era feliz
más que en el más hermoso de los ensueños, y donde vivían siglos y siglos sin
tornarse viejos ni saber lo que eran enfermedades, fatigas ni dolores, ni
tener, en fin, ninguna de esas esclavizadoras necesidades físicas que aquí
padecemos, pero después que de tal Paraíso salieron nuestros mayores para venir
aquí, todo se les volvió espinas y abrojos; las hierbas les pinchaban, las
piedras les herían y los árboles del camino se les tornaron duros, espinosos e
infecundos, conjurándose todo contra ellos para que no pudieran retornar allá y
así cumpliesen su misión en este nuestro mundo.”
“Moctezuma, oyendo el buen consejo del sabio
Tlacaélel, se acordó del historiador real Cuauhcóatl ―literalmente, el 'Dragón
de la Sabiduría, constante nombre de los Adeptos de la 'mano derecha' o magos
blancos―, venerable Viejo que nadie sabia contar sus años, e inmediatamente se
hizo llevar hasta su retiro en la montaña, diciéndole, después de haberle
saludado reverentemente:”
― Padre mío, Anciano
nobilísimo y gloria de tu pueblo, mucho quiero saber de ti, si te dignas
decírmelo, qué memoria guardas tú en tu ancianidad santa acerca de la historia
de las Siete Cuevas celestes donde habitan nuestros venerables antepasados, y qué lugar es aquel santo lugar
donde mora nuestro Dios Huitzilopochtli, y del cual vinieron hasta aquí
nuestros padres”
“― Poderoso Moctezuma ―respondió solemnemente
el anciano― lo que este, tu servidor, sabe respecto de tu pregunta, es que
nuestros mayores, en efecto, moraron en aquel feliz e indescriptible lugar que
llamaron Aztlán, sinónimo de pureza o blancura.
Allí se conserva todavía un gran cerro en
medio del agua al que llaman Culhuacán, que quiere decir 'cerro tortuoso o de
las serpientes'. En dicho cerro es donde están las cuevas y donde, antes de
aquí venir, habitaron nuestros mayores dilatados años. Allí, bajo los nombres
de medjins y aztecas, tuvieron grandísimo descanso.
Allí disfrutaban de gran cantidad de patos de
todo género, garzas, cuervos marinos, gallaretas, gallinas de agua y muchas y
diferentes clases de hermosos pescados, gran frescura de arboledas cuajadas de
frutos y adornadas de pajarillos de cabezas coloradas y amarillas, fuentes
cercadas de sauces, sabinas y enormes alisos.
Andaban aquellas gentes en canoas y hacían
camellones en los que sembraban maíz, chile, tomates, nahutlis, frijoles y
demás géneros de semillas de las que aquí comemos, y que ellos trajeron de
allí, perdiéndose otras muchas. Mas, después que salieron de allí a esta tierra
firme y perdieron de vista a tan deleitoso lugar, todo, todo, se volvió contra
ellos. Las hierbas les mordían, las piedras les cortaban, los campos estaban
llenos de abrojos y hallaron grandes jarales y espinos que no podían pasar, ni
asentarse y descansar en ellos.
Todo lo hallaron, además, cuajado de víboras,
culebras y demás bichos ponzoñosos, de tigres y leones y otros animales feroces
que les disputaban el suelo y les hacían imposible la vida. Eso es cuanto
dejaron dicho nuestros antepasados y esto es lo que puedo decirte con cargo a
nuestras historias, ¡Oh, poderoso Señor!”
“El Rey respondióle al anciano que tal era la
verdad, por cuanto Tlacaélel daba aquella misma relación. Así, pues, mandó al
punto que fuesen por todas las provincias del Imperio a buscar y llamar a
cuantos encantadores y hechiceros pudiesen hallar. Fueron, pues, traídos ante
Moctezuma hasta cantidad de sesenta hombres, toda gente anciana, conocedora del
arte mágico, y una vez reunidos los sesenta, el Emperador les dijo:”
“― Padres y ancianos, yo he determinado
conocer hacia dónde está el lugar del que salieron los mexicanos de antaño, y
saber puntualmente qué tierra es aquélla, quién la habita y si es viva aún la
madre de nuestro Dios Huitzilopochtli. Por tanto, apercibíos para ir hasta allá
con la mejor forma que os sea dable y retornar brevemente acá.”
“Mandó además sacar gran cantidad de mantas de
todo género, vestiduras lujosas, oro y muy valiosas joyas. Mucho cacao,
algodón, teonacaztli, rosas de vainillas negras y plumas de mucha hermosura, lo
más precioso, en fin, de su tesoro, y se lo entregó a aquellos hechiceros,
dándoles, también, a ellos su paga y mucha comida para el camino, para que con
el mayor cuidado cumpliesen con su cometido.”
“Partieron, pues, los hechiceros, y llegados a
un cerro que se dice Coatepec, que está en Tula, hicieron sus invocaciones y
círculos mágicos embijándose con aquellos ungüentos que todavía se usan en
tales operaciones. ..”
“Una vez en aquel lugar, invocaron al demonio
―a sus respectivos Daimones familiares, al Lucifer particular de cada cual,
querrá decir― y le suplicaron que les mostrase el verdadero lugar donde sus
antepasados vivieron. El demonio, forzado por aquellos conjuros, les
transformó, a unos en aves, a otros en bestias feroces, leones, tigres, adives
y gatos espantosos, y los llevó a ellos y a todo cuanto ellos conducían al
lugar habitado por los antepasados.”
“Llegados así a una laguna grande, en medio de
la cual estaba el cerro de Culhuacan, y puestos ya en la orilla, volvieron a
tomar la forma de hombres que antes tenían, y cuenta la historia, que viendo
ellos a alguna gente que pescaba en la otra orilla, los llamaron. La gente de
tierra llegóse en canoas, preguntándoles de dónde eran y a qué venían. Ellos
entonces respondieron:”
“― Nosotros, Señores, somos súbditos del gran
Emperador Moctezuma, de México, y venimos mandados por éste para buscar el
lugar donde habitaron nuestros antepasados.”
“Entonces los de tierra preguntaron a qué Dios
adoraban, y los viajeros contestaron:”
“― Adoramos al gran Huitzilopochtli, y, tanto
Moctezuma como su consejero Tlacaélel, nos ordenan buscar a la madre de
Huitzilopochtli, pues para ella y para toda su familia traemos ricos
presentes.”
“El anciano les dijo:”
“― Que sean ellos bienvenidos y traédmelos
acá.”
“Al punto volvieron con sus canoas, y metiendo
a los viajeros en ellas, los pasaron al cerro de Culhuacán, el cual cerro dicen
que es de una arena muy menuda, que los pies de los viajeros se hundían en ella
sin poder casi avanzar, llegando así a duras penas hasta la casita que el viejo
tenía al pie del cerro. Estos saludaron al anciano con grandísima reverencia y
le dijeron:
“― Venerable Maestro, hénos aquí a tus siervos
en el lugar donde es obedecida tu palabra y reverenciado tu hábito protector.”
“El viejo, con gran amor, les replicó:”
“― Bienvenidos seáis hijos míos. ¿Quién es el
que os envió acá? ¿Quién es Moctezuma y quién Tlacaélel Cuauhcóatl? Nunca aquí
fueron oídos tales nombres, pues los señores de esta tierra se llaman
Tezacátetl, Acactli, Ocelopán, Ahatl, Xochimitl, Auxeotl, Tenoch y Victon, y
éstos son siete varones, caudillos de gentes innumerables. A más de ellos, hay
cuatro maravillosos ayos, o tutores del gran Huitzilopochtli, dos de ellos que
se llaman Cuauhtloquetzqui y Axolona.”
“Los viajeros asombrados dijeron:”
“― Señor, todos esos nombres nos suenan a
nosotros como seres muy antiguos, de los que apenas si nos queda memoria en
nuestros ritos sagrados, porque hace ya luengos años que todos ellos han sido
olvidados o muertos.”
“El viejo, espantado de cuanto oía, exclamó:”
“― ¡Oh. Señor de todo lo creado! ¿Pues quién
los mató si aquí están vivos? Porque en este lugar no se muere nadie, sino que
viven siempre. ¿Quiénes son, pues, los que viven ahora?
“Los enviados respondieron confusos:”
“― No viven, Señor, sino sus bisnietos y
tataranietos, muy ancianos ya todos ellos. Uno de éstos es el gran Sacerdote de
Huitzilopochtli llamado Cuauhcóatl.”
“El viejo, no menos sorprendido que ellos,
clamó con magna voz:”
“― ¿Es posible que aún no haya vuelto ya aquí
ese hombre, cuando desde que de aquí salió para ir entre vosotros le está
esperando inconsolable, y día tras día, su santa madre?
“Con esto el viejo dio la orden de partida
para el Palacio Real del cerro. Los emisarios, cargados con los presentes que
habían traído, trataron de seguirle, pero les era imposible casi el dar un solo
paso; antes bien, se hundían más y más en la arena como si pisasen en un
cenegal. Como el buen anciano les viese en tal apuro y pesadumbre, viendo que
no podían caminar mientras que él lo hacía con tal presteza que casi parecía no
tocar el suelo, les preguntó amoroso:
“― ¿Qué tenéis, ¡oh mexicanos!, que tan torpes
y pesados os hace? Para así estar, ¿qué coméis en vuestra tierra?”
“― Señor ―le respondieron los citados―, allí
comemos cuantas viandas podemos de los animales que allí se crían y bebemos
pulque.”
“A lo que el viejo respondió lleno de
compasión:”
“― Esas comidas y bebidas, al par que vuestras
ardientes pasiones, son las que así os tienen, hijos, tan torpes y pesados.
Ellas son las que no os permiten llegar a ver el lugar donde viven nuestros
antepasados y os acarrean una muerte prematura, en fin. Sabed además que todas
esas riquezas que ahí traéis para nada nos sirven acá, donde sólo nos rodean la
pobreza y la llaneza.”
“Y diciendo esto, el anciano cogió con gran
poder las cargas de todos y las subió por la pendiente del cerro como si fuesen
una pluma...”
El Capítulo XXVII de la citada Obra del Padre
Durán ―comentada por Don Mario Roso de Luna, aquí parafraseado―, se extiende
luego ―dice Don Mario― en un relato acerca del encuentro de los embajadores con
la madre de Huitzilopochtli, del que entresacamos lo siguiente:
“Una vez arriba les salió una mujer, ya de
gran edad, tan sucia y negra que parecía como cosa del infierno, y llorando
amargamente les dijo a los mexicanos:”
“― Bienvenidos seáis, hijos míos, porque
habéis de saber que después que se fue vuestro Dios y mi hijo Huitzilopochtli
de este lugar, estoy en llanto y tristeza esperando su vuelta, y desde aquél
día no me he lavado la cara, ni peinado, ni mudado de ropa, y este luto y
tristeza me durarán hasta que vuelva.”
“Viendo los mensajeros una mujer tan
absolutamente descuidada, llenos de temor dijeron:”
“― El que acá nos envía es tu siervo, el Rey
Moctezuma y su coadyutor Tlacaélel Cuauhcóatl, y sabe que él no es el primer
rey nuestro sino el quinto. Dichos cuatro reyes, sus antecesores, pasaron mucha
hambre y pobreza y fueron tributarios de otras provincias, pero ahora ya está
la ciudad próspera y libre, y se han abierto caminos por tierra y por mar, y es
cabeza de todas las demás, y se han descubierto minas de oro, plata y piedras
preciosas, de todo lo cual os traemos presentes.”
“Ella les respondió ya aplacado su llanto:
“― Yo os agradezco todas vuestras noticias,
pero os pregunto si viven los viejos ayos (sacerdotes) que llevó de aquí mi
hijo.”
“― Muertos son, señora, y nosotros no los
conocimos ni queda de ellos otra cosa que su sombra y casi borrada memoria.”
“Ella, entonces, tornando a su llanto,
preguntóles: “
“― ¿Quién fue quien los mató, puesto que acá
todos sus compañeros son vivos? Y luego añadió: ¿Qué es esto que traéis de
comer? Ello os tiene entorpecidos y apegados a la tierra, y ello es la causa de
que no hayáis podido subir hasta acá.”
“Y dándoles embajada para su hijo, terminó
diciéndoles a los visitantes:”
“― Noticiad a mi hijo que ya es cumplido el
tiempo de su peregrinación, puesto que ha apacentado a su gente y sujetado todo
a su servicio, y por el mismo orden gentes extrañas os lo han de quitar todo, y
él ha de volver a éste, nuestro regazo, una vez que ha cumplido allá abajo su
misión.”
“Y dándoles una manta y un braguero símbolo de
castidad para su hijo, los despidió.”
“Pero no bien comenzaron los emisarios a
descender por el cerro, volvió a llamarlos la anciana, diciéndoles:”
“― Esperad, que vais a ver cómo en esta tierra
nunca envejecen los hombres. ¿Veis a éste mi viejo ayo? Pues en cuanto
descienda adonde estáis, veréis que mozo llega.”
“El viejo, en efecto, comenzó a descender, y
mientras más bajaba más mozo se iba volviendo, y no bien volvió a subir tornó a
ser tan viejo como antes, diciéndoles:”
“― Habéis de saber, hijos míos, que este cerro
tiene la virtud de tornarnos de la edad que queremos, según subamos por él o de
él bajemos. Vosotros no podéis comprender esto porque estáis embrutecidos y
estragados con las comidas y bebidas y con el lujo y riquezas.”
“Y para que no se fuesen sin recompensa de lo
que habían traído, les hizo traer todo género de aves marinas que en aquella
laguna se crían, todo género de pescados, legumbres y rosas, mantas de henequén
y bragueros, una para Moctezuma y otra para Tlacaélel.”
“Los emisarios, embijándose
como a la ida, volviéronse los mismos fieros animales que antes para poder
atravesar el país intermedio, regresaron al cerro de Coatepec, y tornando allí
a su figura racional, caminaron hacia la Corte no sin advertir que de entre
ellos faltaban veinte por lo menos, porque el demonio, sin duda, los diezmó en
pago por su trabajo, por haber andado más de trescientas leguas en ocho días, y
aún más brevemente los hubiera podido aportar como aquél otro a quien trajo en
tres días desde Guatemala, por el deseo que tenía cierta dama vieja de ver la cara hermosa del
mismo, según se relató en el primer auto de fe que en México celebró la Santa
Inquisición..”
“Maravillado quedó Moctezuma de todo aquello,
y llamando a Tlacaélel, entre ambos ponderaron la fertilidad de aquella santa
tierra de sus mayores; la frescura de sus arboledas, la abundancia sin igual de
todo, pues que todas las sementeras se daban a la vez, y mientras unas se
sazonaban, otras estaban en leche, otras en cierne y otras nacían, por lo que
jamás podía conocerse allí la miseria. Al recuerdo ese de semejante tierra de
felicidad, Rey y ministro comenzaron a llorar amargamente, sintiendo la
nostalgia de ella y el ansia sin límites de algún día volver a habitarla, una
vez cumplida aquí abajo su humana misión.”
Hasta aquí la deliciosa referencia de Fray
Diego Duran, transcrita por Don Mario Roso de Luna, el insigne escritor
teosófico.
Tomado del extraordinario libro del Venerable Maestro Samael Aun Weor: "La doctrina secereta de Anahuac
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